El 4 de marzo de 2001 el Señor X se levantó del camastro en el que intentaba a duras penas conciliar el sueño.
Se desperezó como pudo y se dirigió al escritorio; por lo menos habían tenido la delicadeza de concederle lo que había pedido, cogió papel y lápiz y se puso a escribir lo siguiente:
“Aquí me hallo en esta celda por un delito que no he cometido. Dicen que he matado a mi mujer y a mi hija y que después eché sus restos en el horno del pan de la panadería que regentamos. Yo digo que eso es falso y que él verdadero culpable anda libre. Yo le vi la cara, sé quién es, pero me dicen que estoy loco. Sé cómo es su voz, a veces la escucho en mi cabeza, si consiguiese que se callase, si consiguiese poder dormir…tal vez podría decirle a la policía lo que quieren. No les he matado, ¡no les he matado! ¡Tienen que creerme!”.
Los guardias se acercaron al Señor X y le pusieron la camisa de fuerza. Le guiaron a una sala para prepararle, le pusieron una camisa nueva y unos pantalones, le afeitaron y le peinaron. Uno de los guardias le acercó un espejo al reo, y este, al mirarse en él, dejó escapar un alarido.
- ¡Dios mío, es él, él fue quien mató a mi familia! ¡préndanlo a él, no a mí!
Los guardias miraron con lástima al sujeto y le volvieron a poner la camisa de fuerza.
Eran las doce de la noche cuando se ajustició al Señor X ; se le inoculó por vena el remedio a su locura y los hombres jugaron a ser Dios.
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